Muy buenas tardes. Alcalde, compañeros de corporación, autoridades,
representantes del tejido social, vecinos, un caluroso saludo a todos.
Empiezo, en nombre de Unión por Leganés-ULEG y como Primer
Teniente de alcalde, deseándoles lo mejor para este periodo navideño, con la ilusión
de que 2026 nos traiga salud y felicidad, una felicidad que siempre es una
búsqueda como dirían los padres de la patria estadounidense.
Hoy conmemoramos un instrumento que nos ha de ayudar a esa
búsqueda de la felicidad: La Constitución Española, que ya cumple 47 años.
Y en esta celebración no viene mal reiterar que toda
constitución ha de garantizar un principio que, como la dignidad humana o la
existencia de España, es preconstitucional: la soberanía del pueblo. Una
soberanía que solo puede ejercerse mediante un vehículo: la democracia.
Cuando pensamos en
la democracia, solemos representarla como una arquitectura institucional:
elecciones, Estado de derecho y protección de libertades. Y detrás de toda esa estructura,
el pilar que la soporta: la constitución. Pero, desde una mirada más profunda,
la verdadera esencia de la democracia reside en su dinámica.
La democracia es, ante todo, un sistema que permite que las mayorías se transformen y que las
minorías se conviertan en mayorías.
Esta idea encierra
uno de los elementos más potentes del pensamiento político. Autores como Dahl,
Sartori, Popper o Tocqueville coinciden, desde filosofías distintas, en que la
democracia auténtica se reconoce no por la estabilidad de una mayoría, sino por
esa inestabilidad permitida por
la apertura a la competencia política y a la circulación de élites.
La posibilidad de
que las mayorías cambien es lo que distingue a la democracia de cualquier forma
de gobierno autoritario, donde una mayoría ficticia o impuesta se eterniza.
Ahora que se habla con ligereza de golpismo, no hay mayor golpismo que el
autogolpe, el dado por quien detenta el poder para perpetuarse en él.
En democracia, la
mayoría no es un dato; es un resultado
transitorio, producto de una deliberación pública, de la confrontación
libre de ideas y de la capacidad ciudadana de corregir o sustituir decisiones
previas. La clave está en la observancia de las reglas porque hacen que todos
respetemos el juego y el resultado. Lo contrario es la anarquía, la barbarie.
Lo opuesto a la civilización.
TIRANÍA DE LA MAYORÍA
La alternancia no es
solo una práctica deseable, sino un principio
estructural de limitación del poder que reduce la posibilidad del
absolutismo electoral o de “tiranía de la mayoría”.
Una sana democracia
trata a las minorías no como adversarios sino como competidores legítimos. Se les garantiza la vida, nada es posible
sin ella, pero especialmente la libertad de expresión, la representación
institucional, la participación en el debate público y el acceso a los
mecanismos de persuasión política. Esto no solo protege sus derechos, sino que
garantiza la permeabilidad del sistema,
su capacidad para que nuevas demandas sociales y movimientos emerjan y se
conviertan en opciones mayoritarias.
La democracia es
también un sistema de procesamiento del cambio social. Cuando una sociedad
evoluciona, lo hace generando nuevas preferencias. La vitalidad democrática
reside en que esas mudanzas se traduzcan en cambios de mayorías políticas y alineamientos que respondan a las nuevas
circunstancias.
Cuando esta
movilidad se bloquea —por clientelismo, manipulación institucional, control
mediático o erosión del pluralismo—, el régimen deja de ser democrático incluso
si mantiene ciertos rituales electorales.
La democracia exige
no solo elecciones, sino condiciones
materiales y simbólicas que permitan que las mayorías sean reemplazables.
SIN VIOLENCIA
La esencia de la
democracia no es por tanto la regla de la mayoría, sino aquel sistema diseñado
para que el poder circule y la sociedad pueda recomponer sus acuerdos sin
violencia.
Y en este contexto,
la afirmación de la pensadora Hannah Arendt de que la principal minoría a
respetar es el individuo encierra una crítica profunda a las ideologías que
subordinan a la persona a entes abstractos: la nación, la raza, la clase, el
género, el Estado o incluso “la humanidad”. Nuestra dignidad no radica en la
pertenencia a un grupo o colectivo, sino en la singularidad de cada ser humano por
su capacidad de pensar y de actuar de manera original, base de la libertad.
Arendt analizó con acierto
cómo los totalitarismos siempre caen en la tentación de diluir al individuo en
conglomerados homogéneos. Cuando se destruye la individualidad —cuando ya no
importa quién eres, sino únicamente a qué grupo perteneces—, se
destruyen las condiciones mínimas de convivencia. Por eso, sin voces independientes
no hay auténtico diálogo ni espacio público.
Defender al
individuo como “la principal minoría” implica que toda protección de derechos
colectivos queda vacía si no se garantiza la protección de cada persona.
EL HOMBRE, COSA SAGRADA
En un tiempo como el
actual —marcado por la polarización, los identitarismos, la vigilancia digital
y los discursos que reducen al otro a un conjunto de etiquetas— recordar que
cada individuo es una minoría en sí mismo es una invitación a la
responsabilidad. Porque ser responsable es escuchar la voz genuina del otro, es
resistir el impulso de simplificarlo y es defender condiciones sociales donde
la diversidad no es un peligro, sino fuente de vida democrática.
Respetar al individuo y su derecho a ser visible, es
la primera defensa contra cualquier forma de dominación. Y sobre esta base
podremos afirmar que la democracia es confesional, pero en el sentido que fija
el lema de nuestra UCIIIM, inspirado en Séneca: “homo homini sacra res”: el
hombre es una cosa sagrada para el hombre.
La democracia se
preserva manteniendo vivo su principio dinámico. Allí donde los liderazgos se
vuelven mesiánicos o donde las minorías dejan de ser competitivas, la
democracia no se erosiona: desaparece. Y el éxito de una constitución es lograr
precisamente que la democracia siga viva.
Huyamos de quienes se erigen en salvadores de la democracia o
se postulan para hablar en nombre de la mayoría, olvidando la sagrada
individualidad de cada uno de nosotros. Porque de quien hay que salvarse
primero es de ellos, que siempre empiezan como demagogos y acaban como tiranos.
Y un año más, reiterando
mis convicciones republicanas, porque entiendo que ningún cargo público puede
ser ni vitalicio ni hereditario, también creo que hoy la monarquía es un
garante, quizá el principal, de ese principio democrático que he explicado
anteriormente.
Por ello y sin complejo alguno exclamo: ¡Viva la
Constitución! ¡Viva Leganés! ¡Viva el
Rey! ¡Viva España!
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