viernes, 5 de diciembre de 2025

Discurso en el 47º aniversario de la Constitución. La democracia como sistema dinámico que garantiza que las minorías puedan ser mayoría

 


Muy buenas tardes. Alcalde, compañeros de corporación, autoridades, representantes del tejido social, vecinos, un caluroso saludo a todos.

Empiezo, en nombre de Unión por Leganés-ULEG y como Primer Teniente de alcalde, deseándoles lo mejor para este periodo navideño, con la ilusión de que 2026 nos traiga salud y felicidad, una felicidad que siempre es una búsqueda como dirían los padres de la patria estadounidense.

Hoy conmemoramos un instrumento que nos ha de ayudar a esa búsqueda de la felicidad: La Constitución Española, que ya cumple 47 años.

Y en esta celebración no viene mal reiterar que toda constitución ha de garantizar un principio que, como la dignidad humana o la existencia de España, es preconstitucional: la soberanía del pueblo. Una soberanía que solo puede ejercerse mediante un vehículo: la democracia.

Cuando pensamos en la democracia, solemos representarla como una arquitectura institucional: elecciones, Estado de derecho y protección de libertades. Y detrás de toda esa estructura, el pilar que la soporta: la constitución. Pero, desde una mirada más profunda, la verdadera esencia de la democracia reside en su dinámica.

La democracia es, ante todo, un sistema que permite que las mayorías se transformen y que las minorías se conviertan en mayorías.

Esta idea encierra uno de los elementos más potentes del pensamiento político. Autores como Dahl, Sartori, Popper o Tocqueville coinciden, desde filosofías distintas, en que la democracia auténtica se reconoce no por la estabilidad de una mayoría, sino por esa inestabilidad permitida por la apertura a la competencia política y a la circulación de élites.

La posibilidad de que las mayorías cambien es lo que distingue a la democracia de cualquier forma de gobierno autoritario, donde una mayoría ficticia o impuesta se eterniza. Ahora que se habla con ligereza de golpismo, no hay mayor golpismo que el autogolpe, el dado por quien detenta el poder para perpetuarse en él.

En democracia, la mayoría no es un dato; es un resultado transitorio, producto de una deliberación pública, de la confrontación libre de ideas y de la capacidad ciudadana de corregir o sustituir decisiones previas. La clave está en la observancia de las reglas porque hacen que todos respetemos el juego y el resultado. Lo contrario es la anarquía, la barbarie. Lo opuesto a la civilización.

TIRANÍA DE LA MAYORÍA

La alternancia no es solo una práctica deseable, sino un principio estructural de limitación del poder que reduce la posibilidad del absolutismo electoral o de “tiranía de la mayoría”.

Una sana democracia trata a las minorías no como adversarios sino como competidores legítimos. Se les garantiza la vida, nada es posible sin ella, pero especialmente la libertad de expresión, la representación institucional, la participación en el debate público y el acceso a los mecanismos de persuasión política. Esto no solo protege sus derechos, sino que garantiza la permeabilidad del sistema, su capacidad para que nuevas demandas sociales y movimientos emerjan y se conviertan en opciones mayoritarias.

La democracia es también un sistema de procesamiento del cambio social. Cuando una sociedad evoluciona, lo hace generando nuevas preferencias. La vitalidad democrática reside en que esas mudanzas se traduzcan en cambios de mayorías políticas y alineamientos que respondan a las nuevas circunstancias.

Cuando esta movilidad se bloquea —por clientelismo, manipulación institucional, control mediático o erosión del pluralismo—, el régimen deja de ser democrático incluso si mantiene ciertos rituales electorales.

La democracia exige no solo elecciones, sino condiciones materiales y simbólicas que permitan que las mayorías sean reemplazables.

SIN VIOLENCIA

La esencia de la democracia no es por tanto la regla de la mayoría, sino aquel sistema diseñado para que el poder circule y la sociedad pueda recomponer sus acuerdos sin violencia.

Y en este contexto, la afirmación de la pensadora Hannah Arendt de que la principal minoría a respetar es el individuo encierra una crítica profunda a las ideologías que subordinan a la persona a entes abstractos: la nación, la raza, la clase, el género, el Estado o incluso “la humanidad”. Nuestra dignidad no radica en la pertenencia a un grupo o colectivo, sino en la singularidad de cada ser humano por su capacidad de pensar y de actuar de manera original, base de la libertad.

Arendt analizó con acierto cómo los totalitarismos siempre caen en la tentación de diluir al individuo en conglomerados homogéneos. Cuando se destruye la individualidad —cuando ya no importa quién eres, sino únicamente a qué grupo perteneces—, se destruyen las condiciones mínimas de convivencia. Por eso, sin voces independientes no hay auténtico diálogo ni espacio público.

Defender al individuo como “la principal minoría” implica que toda protección de derechos colectivos queda vacía si no se garantiza la protección de cada persona.

EL HOMBRE, COSA SAGRADA

En un tiempo como el actual —marcado por la polarización, los identitarismos, la vigilancia digital y los discursos que reducen al otro a un conjunto de etiquetas— recordar que cada individuo es una minoría en sí mismo es una invitación a la responsabilidad. Porque ser responsable es escuchar la voz genuina del otro, es resistir el impulso de simplificarlo y es defender condiciones sociales donde la diversidad no es un peligro, sino fuente de vida democrática.

Respetar al individuo y su derecho a ser visible, es la primera defensa contra cualquier forma de dominación. Y sobre esta base podremos afirmar que la democracia es confesional, pero en el sentido que fija el lema de nuestra UCIIIM, inspirado en Séneca: “homo homini sacra res”: el hombre es una cosa sagrada para el hombre.

La democracia se preserva manteniendo vivo su principio dinámico. Allí donde los liderazgos se vuelven mesiánicos o donde las minorías dejan de ser competitivas, la democracia no se erosiona: desaparece. Y el éxito de una constitución es lograr precisamente que la democracia siga viva.

Huyamos de quienes se erigen en salvadores de la democracia o se postulan para hablar en nombre de la mayoría, olvidando la sagrada individualidad de cada uno de nosotros. Porque de quien hay que salvarse primero es de ellos, que siempre empiezan como demagogos y acaban como tiranos.

Y un año más, reiterando mis convicciones republicanas, porque entiendo que ningún cargo público puede ser ni vitalicio ni hereditario, también creo que hoy la monarquía es un garante, quizá el principal, de ese principio democrático que he explicado anteriormente.

Por ello y sin complejo alguno exclamo: ¡Viva la Constitución! ¡Viva Leganés!  ¡Viva el Rey! ¡Viva España!