Muy buenas tardes. Alcalde, compañeros de corporación, resto de autoridades, representantes del tejido social, vecinos, un caluroso saludo a todos.
Aprovecho para desearles lo mejor para este periodo navideño,
con la esperanza de que el 2025 nos traiga salud, prosperidad, paz y libertad. También
justicia, en el sentido más clásico de la palabra, aquella que se definía por
Ulpiano como “la voluntad constante y
duradera de dar a cada uno lo que le corresponde”.
Como saben soy el portavoz de Unión por Leganés-ULEG, honor
que llevo desempeñando desde hace 17 años, pero también y ya por segundo año
Primer Teniente de Alcalde de esta institución.
Y con esa responsabilidad hoy me quería salir un tanto del
guion para compartir con ustedes una reflexión.
Es habitual mencionar continuamente la palabra Constitución,
pero a fin de cuentas, ¿Qué es una constitución? Lo primero que diría es que es
una Ley, pero no una ley más, es la Ley de leyes, en cuanto que toda norma que
vaya en contra de la Constitución no es válida y las leyes se elaboran conforme
a lo que diga esa Constitución. Y lo segundo que diría es que nadie está por
encima de la Constitución, ninguna persona, pero tampoco ninguna entidad o institución.
¿Y por qué es así? ¿Quién le ha dado ese poder a la Constitución? Y la
respuesta es que ha sido la soberanía popular, la nación española, el conjunto
de hombres y mujeres que la conformamos.
Y en esta doble naturaleza, donde las leyes son creación
humana y su poder descansa en que los propios hombres se someten a las mismas,
haciendo bueno el aforismo de Cicerón “hemos de ser esclavos de la ley para ser
libres”, la pregunta que desde hace 2500 años sigue vigente, sobre todo cuando
incluso en sociedades democráticas hay una sensación de que hay personas que o
están por encima de la Ley o la retuercen a su antojo, es ¿Qué es mejor, el
gobierno de los hombres o el gobierno de las leyes?
Mientras que la primacía de la ley protege al ciudadano de la
arbitrariedad del mal gobernante, la primacía del hombre lo protege de la
aplicación indiscriminada de la norma general, siempre que el gobernante sea
justo. La primacía de la ley se basa en el presupuesto de que los gobernantes
son en su mayoría malos, que tienden a usar del poder para sus propios fines.
La primacía del hombre se funda en la premisa del buen gobernante. Si el
gobernante es sabio, ¿qué necesidad hay de atarlo en la red de las leyes
generales, que le impiden medir los méritos y deméritos de cada uno? Pero si el
gobernante es malo, ¿no es mejor someterlo al imperio de normas generales, que frenan
a quien ocupa el poder decidir a capricho lo justo y lo injusto? En resumen, un
buen gobierno, ¿es aquel en el que los gobernantes son buenos porque lo hacen
respetando las leyes, o bien aquel en el que son buenas las leyes porque los
gobernantes son sabios?
Este debate universal alcanzó su cenit con dos gigantes de la
filosofía: Aristóteles afirma en la Política que “los gobernantes necesitan la ley que da prescripciones universales,
porque es mejor el elemento por el cual no es posible estar sometido a las
pasiones que estar sujeto a aquel elemento para el cual las pasiones son
connaturales. La ley no tiene pasiones, cosa que necesariamente se encuentra en
cualquier alma humana”. En el diálogo El Político de Platón aparece la
tesis contraria: “la ley jamás podrá
prescribir lo que es mejor y más justo con precisión para todos”, y
concluye que el carácter universal de la ley es “semejante a un hombre prepotente e ignorante que no deja a nadie
realizar a su gusto nada sin una prescripción suya”. Aunque el mismo Platón
diría en Leyes: “Allá donde la ley está sometida a los gobernantes
y carece de autoridad, veo pronto la ruina de la ciudad; y donde, por el
contrario, la ley es señora de los gobernantes y los gobernantes son sus
esclavos, veo la salvación de la ciudad y la acumulación sobre ella de todos
los bienes que los dioses suelen prodigar”.
A la vista de esto, ¿es preferible la prepotencia del hombre
o la prepotencia de la ley? A mi juicio no hay duda, el imperio de la ley opera
como una salvaguarda para los individuos. Toda vez que el gobernante se
encuentra obligado desde un lugar que trasciende su jurisdicción no podrá hacer
prevalecer el antojo de sus pasiones, ni orientar los intereses del Estado
hacia sus intereses personales.
Porque en caso contrario, lo que hay es un líder presuntamente carismático donde su voluntad y la ley son una misma cosa. Es el cesarismo, el bonapartismo, la autocracia o el despotismo popular. En realidad, el gobierno de los hombres, más que una alternativa al gobierno de las leyes, es una subrogación necesaria del mismo en épocas de crisis sistémica.
Un estado de derecho, sea su jefatura de Estado monárquica o
republicana, se basa en la existencia de los tres poderes, la diferenciación
entre gobierno y Estado, la presencia de libertades públicas o derechos
fundamentales, la periodicidad del poder y alternativas electorales reales. Es
decir, las instituciones de la res pública, de la cosa pública, no son ninguna
institución en concreto sino la independencia entre ellas. Porque todos
aquellos que han subvertido las libertades de las naciones iniciaron su carrera
tributando al pueblo un obsequio cortesano: “empezaron como demagogos y
acabaron como tiranos».
Como ya comenté en este mismo foro hace un año, honremos con
nuestros hechos y con nuestro ejemplo la constitución española, la única en
nuestra historia que fue fruto del acuerdo entre distintos. Y que cada uno
desde el ámbito que le toque defienda ese edificio de convivencia que tantos
siglos costó construir y que en poco tiempo se puede derrumbar si dejamos nuestros
destinos a quienes confunden el interés general con el propio.
Por eso, consciente de que no hay que confundir gobierno con
Estado, y que una cosa es un Estado fallido y otra un Estado que en ocasiones
falla, hoy, y precisamente de alguien como yo de convicciones republicanas,
porque entiendo que ningún cargo público puede ser ni vitalicio ni hereditario,
no me duelen prendas porque creo más en el gobierno de las leyes que en el de
los hombres, en aclamar con toda coherencia lo siguiente:
¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey! ¡Viva España!